En una entrevista realizada el pasado 12 de agosto en Radio Continental, la médica inmunóloga Roxana Bruno sostuvo que las vacunas en desarrollo contra COVID-19 están basadas en ácidos nucleicos que se pueden incorporar a nuestro genoma y modificarlo genéticamente, promoviendo la aparición de cáncer, enfermedades autoinmunes, o bien transmitirse a la descendencia y ser heredado. Asimismo, comentó que no se respetan los tiempos para saber si a largo plazo producen efectos adversos.

¿Por qué es falso?

Con la evidencia disponible al momento, no se puede afirmar que las vacunas que se están desarrollando para COVID-19 a base de material genético sintético de virus se puedan insertar en nuestro propio genoma o ADN y traer consecuencias asociadas como cáncer o enfermedades de nuestro sistema de defensa. Todas las vacunas se realizan siguiendo fases de desarrollo convencionales:

-Fase pre-clínica: se evalúa la formulación en animales

-Fases clínicas: se evalúa en personas

Si bien el desarrollo de las formulaciones vacunales para COVID-19 han sido rápidas comparado a lo que suele suceder normalmente, esto no implica que se “saltearon” fases del desarrollo. Las pérdidas humanas y económicas ocasionadas por la pandemia hicieron que se desarrollen más de 100 posibles vacunas a la vez, implicando más recursos humanos y económicos que los que suelen destinarse a cualquier otra enfermedad. De las vacunas que se están desarrollando para COVID-19, que se encuentran en la última fase de los ensayos, algunas se basan en el mismo coronavirus pero atenuado o inactivado (como la de Sinopharm) para que no pueda multiplicarse, otras  utilizan  parte del material genético viral, como la de Pfizer y ModeRNA, y otras se basan en una porción del material genético del nuevo coronavirus dentro de otro virus que solamente actúa como “delivery” (como la de Oxford). 

Las vacunas que se basan en un tipo de material genético llamado ARN mensajero llevan una porción del material genético del nuevo coronavirus hacia el interior de la célula. Esto se logra envolviendo al ARN mensajero para que pueda entrar a nuestras células sin que tenga acceso al lugar donde está nuestro propio material genético (un compartimento especial denominado núcleo). Cuando este ARN mensajero entra a la célula, la misma lo va a “leer como si fuera un mensaje” y va a fabricar solamente una porción del nuevo coronavirus (la proteína de espiga o S). Nuestras defensas van a reconocer a esta proteína S como extraña y van a generar “armas” (anticuerpos) contra ella. Estas armas son las que nos van a proteger si nos infectamos con el virus. Cuando nos infectamos naturalmente con el nuevo coronavirus, su material genético también ingresa a nuestras células, y las utiliza como si fuesen una fábrica para generar todas las partes de un nuevo virus y así multiplicarse. Las vacunas imitan las infecciones naturales, pero en condiciones en las que no nos generan la enfermedad.

Las vacunas basadas en virus modificados, que actúan como “delivery”, llevan el material genético del nuevo coronavirus dentro de otro virus (adenovirus, virus del resfrío común atenuado) que no es capaz de multiplicarse en nuestras células, por lo que no puede enfermarnos. Además, permiten que sólo se produzca una porción del virus (proteína S) y que se generen defensas contra ella. 

Ni la vacuna de Oxford ni la de Pfizer mostraron por el momento tener efectos adversos graves en las personas a las que se les administró en los ensayos clínicos. La vacuna de Oxford, por ejemplo, se probó en 500 personas. Al momento no hay ningún caso de vacunas aprobadas que se haya podido asociar a la generación de algún tipo de cáncer ni tampoco que haya dañado nuestro sistema de defensa (sistema inmune) generando una enfermedad autoinmune. Si bien las vacunas de este tipo aún no han sido ampliamente utilizadas, el desarrollo de estas tecnologías se viene investigando desde hace tiempo.

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